Comentario
También en la última etapa de su vida El Greco pintó su famosa Vista de Toledo (Nueva York, Metropolitan Museum, hacia 1600), y la Vista y plano de Toledo (Toledo, Museo del Greco, hacia 1610-1614). El paisaje toledano no es sólo el protagonista de estos dos lienzos sino que también fue plasmado por el pintor con cierta frecuencia en los fondos de sus obras religiosas, quizá como testimonio de reconocimiento a la ciudad que le adoptó. En la primera Vista de Toledo, El Greco sitúa y representa los edificios con total libertad, interpretando el conjunto con un evidente sentido dramático al que contribuyen el tratamiento tempestuoso de los celajes y la calidad grisácea de la iluminación. La Vista y plano de Toledo, de mayores dimensiones que la anterior, presenta una visión más exacta, de la ciudad, de carácter topográfico, remarcada por el plano que sostiene el joven situado en el extremo izquierdo de la composición. En el ángulo opuesto, una figura con un cántaro volcado simboliza al Tajo, y en los cielos aparece la visión celestial de la Virgen rodeada de ángeles portando la casulla de san Ildefonso, patrón de la ciudad. La obra parece que quedó inconclusa, siendo terminada por Jorge Manuel a quien se debe probablemente la ejecución del plano. La efigie del muchacho no es su retrato, ya que cuando su padre pintó este lienzo él tenía unos treinta años.
El Laocoonte y sus hijos (Nueva York, National Gallery of Art, hacia 1610-1614) es uno de los cuadros más importantes del Greco por su calidad y por la novedad del tema dentro de su producción. Con extraordinaria originalidad dispone las figuras a modo de friso en primer término, mostrando en ellas su personal visión del desnudo. Las claras carnaciones, conseguidas por medio de transparentes veladuras, contrastan con el oscuro tono de las rocas que les sirven de fondo inmediato, mientras en la lejanía se vislumbra la ciudad de Toledo. Esta, obra es un magnífico ejemplo de cómo El Greco consigue la máxima expresión dramática mediante las deformaciones y las forzadas actitudes de los cuerpos.
Para su propia tumba pintó la Adoración de los Pastores del Museo del Prado (hacia 1612-1614) en la que de nuevo resplandece la plenitud de su estilo. La importancia de los contrastes luminosos y la vibrante calidad del color, protagonistas en tantas ocasiones de sus obras, evidencian el recuerdo del mundo veneciano y son un claro testimonio de que el pintor nunca olvidó los orígenes de su arte.
La actividad del Greco fue muy fecunda y además de realizar conjuntos decorativos, la mayoría de los cuales ya han sido comentados, pintó también numerosas imágenes de devoción y series de santos, con los que, siguiendo la doctrina contrarreformística, fijó una nueva iconografía que ejerció una decisiva influencia en la pintura posterior. Sus representaciones de san Francisco, la Sagrada Familia o las Lágrimas de San Pedro, entre otras, definieron una renovada forma de concebir estos temas y marcaron el camino seguido después por los pintores del Barroco, ajenos a la concepción estilística del Greco pero dependientes de muchas de sus creaciones iconográficas.
Entre éstas destacan las series de Apostolados, conjuntos compuestos generalmente por trece cuadros, doce dedicados a los apóstoles más uno al Salvador, concebidos como si fueran auténticos retratos. Su origen es consecuencia de la ideología trentina, especialmente interesada en fomentar el culto a los santos, en claro enfrentamiento con el carácter iconoclasta del protestantismo. En los últimos años de su carrera el pintor y su taller llevaron a cabo varios de estos ciclos, en los que los apóstoles aparecen representados de medio cuerpo a tres cuartos, con proporciones monumentales. Sólo dos conjuntos de su mano se conservan completos, el de la sacristía de la catedral de Toledo (hacia 1602-1605) y el del Museo del Greco de la misma ciudad (hacia 1610-1614).
Resta por analizar la producción retratística del cretense, no muy numerosa -como se dijo al principio- pero de gran calidad. Compone sus retratos según es habitual en el siglo XVI, es decir, representando a los modelos de medio cuerpo o tres cuartos, de frente o ligeramente girados. Su ejecución presenta la misma evolución que las obras religiosas, desde la definición compacta de las formas y el mayor interés en la precisión de los detalles de los primeros ejemplos hasta la libertad técnica y la concepción sumaria de la etapa final. El Greco interpreta los rostros con grave dignidad y gesto contenido, interesado en captar la profundidad del alma pero también el sobrio refinamiento de la culta aristocracia toledana, en la que encontró sus principales clientes.
El primer retrato conocido de su mano es el de su amigo Julio Clovio (Nápoles, Museo Capodimonte, hacia 1572), pintado durante su estancia en Roma con un estilo naturalista y vigoroso que revela su formación veneciana. Poco después de llegar a Toledo debió de realizar el de La dama del armiño (Glasgow, Pollock House, hacia 1577-1579). Se supone que representa a doña Jerónima de las Cuevas y es obra de una belleza y delicadeza extraordinarias, en la que destaca el sutil modelado y el interés por plasmar las distintas calidades con precisión. De estos mismos años es el Caballero de la mano en el pecho del Museo del Prado, sin duda su más famoso retrato. La concepción del rostro es asimétrica pero éste es un recurso utilizado habitualmente por el artista para acentuar la sensación de palpitación vital en sus modelos. Al final de la década de los noventa pintó uno de sus retratos más impresionantes, el del Cardenal Niño de Guevara (Nueva York, Metropolitan Museum, hacia 1596-1600), arzobispo de Toledo e inquisidor general a partir del 1600. El prelado aparece de cuerpo entero y sentado, según la representación tradicional de las altas jerarquías eclesiásticas fijada por Rafael y Tiziano en sus retratos papales. El Greco ha logrado plasmar en el lienzo su condición de hombre poderoso, de carácter frío e inflexible, demostrando su capacidad para la penetración psicológica. Recientemente se ha apuntado la posibilidad de que el retratado sea en realidad el cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas, apoyando esta teoría en la comparación de este cuadro con otras efigies conocidas del cardenal.
También hacia 1600 retrató a su amigo Antonio de Covarrubias (París, Museo del Louvre), poco antes de su muerte acaecida en 1602. En su vejez quedó completamente sordo y esta circunstancia se percibe perfectamente al contemplar su imagen, ya que su mirada perdida produce un efecto de aislamiento, alejándole del espectador.
Uno de los retratos más sobresalientes en la producción del Greco es el de Fray Hortensio Félix Paravicino (Boston, Museum of Fine Arts, hacia 1609), superior de la Orden Trinitaria en España y predicador de Felipe II desde 1616. Hombre de vasta cultura, escribió poesía dedicando cuatro sonetos al cretense, en uno de los cuales cita el retrato que éste le había hecho cuando tenía veintinueve años, dato que se suele relacionar con esta obra y que permite fecharla. Con la espontánea factura que caracteriza su- estilo final nos da una de las imágenes más vivas y expresivas que existen en la historia de la retratística, revelándonos a un hombre sensible, inteligente y sereno. Magnífico también es el retrato del jurista Jerónimo de Cevallos (Madrid, Museo del Prado, hacia 1605-1610), aunque la identificación del personaje ha sido puesta en duda en fecha reciente. Se trata de uno de los mejores retratos tardíos del artista, quien demuestra en él una vez más su capacidad para el realismo en este tipo de obras, absolutamente contrario a su visionaria concepción de las imágenes religiosas.